Avanzando hacia la paridad de género
En 1998, la filósofa Victoria Camps, defensora activa del papel de la mujer en la vida política y económica, publicaba un libro con el título El siglo de las mujeres. En él anunciaba que el siglo XXI iba a ser el de las mujeres, y que en él se alcanzaría la paridad real entre el hombre y la mujer. No podemos negar que ha habido avances importantes en las últimas décadas: poco a poco, hemos visto cómo las mujeres iban accediendo a puestos que antes parecían estar reservados en exclusiva a los hombres, y, en efecto, ha aumentado significativamente el número de primeras ministras, directoras de orquesta, máximas responsables de centros de investigación, rectoras o presidentas de instituciones financieras y organismos internacionales.
Además, empujadas, en parte, por las exigencias y recomendaciones de organismos reguladores, las empresas grandes y pequeñas están acelerando la incorporación de más mujeres a sus Consejos de Administración y Comités de Dirección. Por otro lado, la obligatoriedad para las empresas de más de 50 trabajadores de contar con un plan de igualdad, y para las de más de 250 trabajadores de presentar un informe no financiero que recoja aspectos sociales y medioambientales, está acelerando los avances en materia de igualdad e inclusión.
Y, sin embargo, las estadísticas que publican año tras año informes como Gender Gap Report, Bloomber Gender Equality Index o Closing Gap nos dicen que las mujeres no accedemos todavía en igualdad de condiciones a los puestos donde se toman las decisiones, ya sea en la empresa o en la política, y que, de hacerlo, sigue dándose una importante brecha salarial entre lo que cobran ellas y lo que cobran ellos. Si no se adoptan medidas, tardaremos décadas en poder hablar de igualdad.
¿Por qué cuesta tanto? La respuesta incluye una larga lista de motivos, entre los que se encuentran la dificultad para conciliar, el reparto desigual en el cuidado de los hijos, el escaso número de mujeres graduadas en carreras científicas o ingenierías, la persistencia de sesgos inconscientes que siguen atribuyendo a las mujeres características incompatibles con determinadas profesiones o la falta de role models y su escasa presencia en los medios de comunicación.
Siempre he defendido que la educación, primaria, secundaria, profesional o universitaria, es una de las herramientas más importantes para que las cosas cambien. Bien lo sabía Malala Yousafzai, una joven activista pakistaní, Premio Nobel de la Paz de 2014, que a los 15 años sufrió un terrible atentado en su país por defender el derecho de las niñas a ir a la escuela. Aún resuenan las palabras que pronunció en su discurso ante la ONU en 2013: “Un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo. La educación es la única solución”.
Pero la educación por sí sola no es la solución, como tampoco lo son las leyes. Sin embargo, sin una educación que se comprometa decididamente con la diversidad en todas sus vertientes, será muy difícil construir sociedades igualitarias. La discriminación por razón de género tiene su raíz en la cultura y en la falta de un convencimiento por parte de todos los actores sociales de que la igualdad no solo es una cuestión de justicia social, sino que, a la corta y a la larga, beneficia a las empresas y al conjunto de la sociedad. Es por ello que las instituciones educativas tienen una gran responsabilidad en este terreno, porque ellas pueden inculcar a los niños, desde las edades más tempranas, el valor de la diversidad y el respeto por el otro, para que así se conviertan en un futuro en buenos ciudadanos y mejores personas.
Cada eslabón de la cadena educativa tiene su papel y herramientas específicas. El último nivel es la universidad o la formación profesional, que preparan a los estudiantes para entrar en el mundo profesional, donde tendrán que trabajar con equipos de personas y tomar decisiones de mayor o menor impacto. Si nos fijamos en la situación de las universidades españolas, el 55% de estudiantes universitarios en el curso 2018/19 eran mujeres y el 45%, hombres. Sin embargo, mientras que en los estudios de medicina y salud, las mujeres representaban el 75%, solo el 25% de los estudiantes de ingeniería y arquitectura eran mujeres. En cuanto a la proporción de mujeres en los claustros universitarios, la situación es parecida a la que sucede en las empresas: conforme se asciende en la jerarquía académica de profesor ayudante a catedrático, la proporción de mujeres va descendiendo hasta porcentajes inferiores al 25%. Esto explica, en parte, por qué hay menos decanas, rectoras o directoras de departamento.
La radiografía en las escuelas de negocio no es más favorable, y, sin embargo, son quizá las instituciones educativas mejor posicionadas para ayudar a aumentar el acceso de mujeres a puestos de liderazgo en las empresas. ¿Están ayudando realmente a reducir el desequilibrio de género? La realidad es que, si bien más de la mitad de los alumnos de los grados en Administración de Empresas son mujeres, esta proporción baja al 35% en los programas de MBA; en los másteres de Marketing o Recursos Humanos hay el mismo número de alumnos que de alumnas; pero los másteres de Estrategia, Finanzas, Emprendimiento o los tecnológicos son, fundamentalmente, masculinos, realidad que posteriormente se ve reflejada en la proporción de mujeres dirigiendo las respectivas áreas funcionales de las empresas o creando empresas de base tecnológica; en cuanto a los programas dirigidos a directivos con cargos de alta responsabilidad, la presencia de mujeres es muy baja.
Solo el 35% de los decanos son mujeres, y es muy raro encontrar mujeres presidentas o directoras generales de una escuela de negocios. Por otro lado, en menos del 30% de los casos que se utilizan en el aula, la persona que toma una decisión estratégica es una mujer; lo mismo sucede con la participación de directivos invitados, perpetuando así la división tradicional de roles en la empresa.
Si queremos que el siglo XXI acabe siendo el siglo donde se consiga una igualdad real de género, la universidad en general, y las escuelas de negocio en particular, ha de tener, entre sus objetivos estratégicos, aumentar la proporción de alumnas en los programas donde sean minoría, promover investigaciones centradas en cuestiones de género, publicar casos donde la protagonista sea una mujer, así como incrementar sustancialmente el porcentaje de mujeres en el claustro y en los órganos de dirección. Las agencias internacionales acreditadoras de la calidad de las escuelas de negocio han tomado buena nota de todo ello, y han incluido el compromiso con las cuestiones de género entre los criterios que determinan si se cumplen los requisitos mínimos para que la escuela pueda afrontar los retos actuales.