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El retorno de la geopolítica y la trampa del realismo

El Notario del Siglo XXI | | 12 minutos de lectura

La invasión rusa del Este de Ucrania hace casi treinta meses ha puesto fin a una larga etapa en las relaciones internacionales y ha hecho despertar a los europeos a una realidad nueva. Se trata del paso de un mundo organizado a través de normas e instituciones multilaterales, con todas sus imperfecciones y limitaciones, a uno dividido y plagado de incertidumbres y rivalidades. 

El objetivo de la prosperidad global, central durante los años de Pax Americana que sucedieron a la caída del muro de Berlín, ha cedido su sitio al imperativo de la seguridad, entendida en clave nacional o regional. Asistimos de nuevo a la confrontación entre grandes bloques, Estados Unidos y sus aliados frente a la alianza entre China y Rusia, dos sistemas que se entienden incompatibles entre sí a pesar de su interdependencia económica. Este inestable panorama puede ser descrito como una nueva guerra fría, aunque esta vez la gran mayoría de los países del hemisferio sur no toman partido por ninguno de los dos bandos. La división en bloques deja a muchos países como no alineados. Algunos de ellos triangulan con eficacia, aprovechando las ventajas de esa rivalidad, como India, Arabia Saudí́, Brasil, Sudáfrica o Emiratos.

Vuelve el término “geopolítica”, que había caído en desuso después de la segunda guerra mundial. Ya no hay un marco predecible en las relaciones internacionales: la ambición de poder, la geografía y la historia sacuden los cimientos del orden mundial. El Derecho Internacional se devalúa y comienza una desglobalización económica que aún no sabemos hasta qué cotas de proteccionismo nos llevará. Como decía Josep Piqué la geografía siempre está y la historia siempre vuelve.

Estados Unidos se debate entre la reconstrucción de las alianzas en política exterior, como ha hecho Joe Biden, y el aislacionismo que preconiza Donald Trump. El candidato republicano prepara el regreso a la Casa Blanca con un lenguaje violento y victimista y un desprecio abierto a las normas y los pesos y contrapesos del sistema constitucional estadounidense. Equipara la supuesta persecución que sufre a manos de los jueces con la discriminación histórica de los afroamericanos y no reconoce el resultado de las elecciones que perdió en 2020. Despliega una astucia política notable para movilizar a su base, el movimiento MAGA, y sumar apoyos entre evangelistas, libertarios y miembros de minorías raciales. Las encuestas le dan la victoria en los pocos los Estados que serán decisivos en las elecciones de noviembre. En el plano internacional, el ámbito en el que Trump puede causar más destrozos, promete más emociones fuertes, repliegue, transacciones y aislacionismo, todo ello envuelto en su fascinación por los líderes fuertes de las peores autocracias y en el deseo dominante por ser impredecible. 

El presidente Biden, por su parte, reina en un partido demócrata dominante en las ciudades más prósperas del país, pero no moviliza a los suyos. Ha perdido su credibilidad tras el primer debate electoral, que ha revelado una fragilidad preocupante, ocultada hasta ahora a duras penas. Ya había fracasado a la hora de retener el voto de los jóvenes por su apoyo hasta hace poco incondicional a Benjamin Netanyahu. Es un candidato que cada vez tiene más dificultades a la hora capitalizar los éxitos económicos de su mandato y su larga experiencia en política exterior. 

Estados Unidos, ha advertido el anterior secretario de Defensa, Robert Gates, se ve lastrada por una política disfuncional y polarizada, en la que hoy parece imposible alcanzar los consensos básicos que le permitan responder a una situación geopolítica muy delicada, con cuatro autocracias que desafían a la superpotencia occidental y están cada vez más coordinadas entre sí: China, Rusia, Irán y Corea del Norte. La mayoría de los ciudadanos -un 70%- no quiere asistir de nuevo a un duelo cansino en noviembre entre dos personas que deberían estar jubiladas y que miran más al pasado que al futuro. Muchos se preguntan qué ocurre en su sistema político para que no funcione la renovación generacional y apenas haya debate interno en los partidos sobre programas e ideas.

La prioridad internacional de Estados Unidos, algo en lo que coinciden republicanos y demócratas, es contener a China, la superpotencia rival en ascenso. Xi Jinping quiere pasar a la historia por haber recuperado Taiwán y no está dispuesto a esperar los 100 años que sugirió́ Mao Tsetung a Richard Nixon en el histórico encuentro de febrero de 1972. Al líder chino se le acumulan los problemas domésticos, lo que podría llevarle a acelerar sus planes para poner fin a la democracia en Taipei: derrumbe del sector inmobiliario, intervencionismo estatal ineficaz, protestas de minorías y jóvenes, corrupción y fracaso de la política COVID cero.

China proyecta sus necesidades de seguridad interior hacia el mundo mediante una estrategia a largo plazo que le asegure influencia global, fuentes de energía y materias primas. Al mismo tiempo, sigue teniendo la mentalidad de ser el imperio central y contempla a los demás países como tributarios y no iguales, una mentalidad que hasta ahora ha modulado la exportación de su modelo político y económico.

Lo que nos queda de siglo XXI va a estar presidido por una rivalidad cada vez más fuerte entre China, la potencia que aspira a la hegemonía global, y Estados Unidos, que quiere mantener en todo lo posible esa preeminencia. El gigante asiático responde a su ritmo a la emergencia climática. El verdadero problema ante este reto global es doble: no hay casi tiempo para poner en marcha las transiciones verdes que eviten la entrada irreversible en un planeta inhóspito. Los mecanismos que se han puesto en pie con el sistema onusiano de las COP no son del todo eficaces. Estados Unidos también recela del marco multilateral, con un partido republicano que además sufre el virus del negacionismo climático.

Con la Ley de Reducción de la Inflación (conocida como IRA, por sus siglas en inglés), Biden ha implementado los mandatos de las cumbres de Naciones Unidas sobre emergencia climática, pero lo ha hecho creando un gran proteccionismo. Se trata de una doctrina de impugnación de las interdependencias globales, entendidas ahora como vulnerabilidades, formulada por Jake Sullivan, el asesor de Seguridad Nacional de Biden. Propone avanzar hacia una gran política industrial nacional como alternativa a las instituciones multilaterales que creó Estados Unidos con sus aliados europeos a partir de la reunión de Bretton Woods en 1944. Es una pieza clave de la estrategia norteamericana de contención y rivalidad con China.

La Unión Europea y sus Estados miembros están poco preparados para este mundo en el que la seguridad es el imperativo dominante y que afecta a tantos ámbitos -economía, energía, tecnología, inmigración, salud. Por eso es necesario reformular la introspección bizantina de Bruselas de estos años, en los que ha debatido intensamente sobre la autonomía estratégica del continente. La pregunta prioritaria realmente es: ¿cómo puede contribuir Europa a resolver problemas globales en un mundo en el que la seguridad se ha convertido en el interés primordial? 

Con la invasión de Ucrania en 2022, la UE ha actuado con rapidez y unidad, pero dista mucho de haber dado pasos suficientes para tener peso propio en este ámbito. En el continente se invierte cada vez más en defensa (en total un 40% del presupuesto de EEUU), pero se hace desde lógicas nacionales, arrastrando una fragmentación y falta de coordinación muy preocupantes, y sin una base industrial suficiente. Estas limitaciones se conocen desde hace años, sin que se haya hecho nada para remediarlas. Hay una mentalidad de pacifismo muy generalizado entre los votantes, por lo que además el problema no solo atañe a las instituciones, las capacidades y los medios. 

En toda Europa crecen los movimientos nacionalistas y populistas, como hemos visto estas semanas en las elecciones legislativas de Francia. Cuando las instituciones se debilitan, la tentación es buscar personalidades fuertes que aborden de modo sencillo problemas de gran envergadura, como la inmigración o la desigualdad, y choquen con enemigos externos. En el Parlamento Europeo, el resultado de los recientes comicios permite volver a pactar entre populares, socialistas, liberales y verdes para formar una mayoría europeísta. Las encuestas indican que los ciudadanos confían más en las instituciones comunitarias que en las nacionales. El 77% reclaman una política de seguridad y defensa a escala continental, aunque no está claro que estén dispuestos a pagar el precio. 

Europa ha vivido con comodidad bajo el paraguas militar de Estados Unidos, mientras ha desarrollado el mejor estado social de la historia. Es una señal de civilización, pero a cambio no ha hecho el suficiente esfuerzo en seguridad y defensa, todavía hoy una competencia nacional. Al igual que ha ocurrido con una larga lista de políticas económicas y sociales, es urgente dar pasos para compartir soberanía en el área de defensa. 

Buena parte del trabajo global de los europeos en seguridad y defensa en el futuro va a seguir siendo como aliados de Estados Unidos, un gran país con el que existen diferencias que habrá́ que resolver con lealtad y en un dialogo permanente. A cambio, las dos orillas del Atlántico comparten intereses y valores en un mundo en el que Occidente cede cada vez más poder ante otros actores emergentes.

Es equivocado plantear si ser o no “vasallos” de Estados Unidos, como lo hizo Emmanuel Macron para defender una política propia hacia China. Es preferible entender la relación con la superpotencia occidental en términos de amistad entre socios que a veces están de acuerdo, otras no tanto y que resuelven sus diferencias sabiendo que tienen los mismos objetivos a largo plazo. 

Los europeos necesitan a Estados Unidos como aliado principal en seguridad y defensa, sin que por ello deban dejar de desarrollar capacidades propias. En el norte de África y en el Sahel, por ejemplo, cada vez Europa va a tener que actuar más veces sin Estados Unidos. Al mismo tiempo, Estados Unidos ya no tiene la capacidad de contener a China sin trabajar en coalición con sus aliados. Tras volver a intervenir en una guerra en suelo europeo, Washington espera que la relación transatlántica funcione en el Pacífico. 

Nadie sabe cómo terminará la guerra de Ucrania, pero las posibilidades de una partición del país son cada vez mayores. Es importante que los aliados occidentales sigan apoyando a Ucrania para que sea ella la que decida qué paz quiere. Una Rusia victoriosa sería una potencia aún más revanchista y crearía una inestabilidad permanente en la frontera Este de Europa, aislada de Occidente y cada vez más dependiente de China. La UE ya ha cambiado su percepción de China y paso a paso se acercan a la visión estadounidense de contención del gigante asiático, sin llegar a considerarlo un enemigo como ocurre cada vez más en Washington, ni reconocer la necesidad de desacoplar su economía y dejar de invertir y comerciar.

En vez de defender la desglobalización, a los europeos les corresponde repensar las reglas de la globalización, en primer lugar, en sectores estratégicos como semiconductores, minerales críticos o baterías, con el fin de preservar las ventajas económicas del proceso de apertura y minimizar los riesgos. La industria europea, por ahora, necesita estar en China. Sullivan ha sido demasiado tajante con su propuesta proteccionista en nombre de la seguridad económica. El libre comercio, el multilateralismo, los estándares universales para mejorar las reglas del juego de la tecnología digital, el trabajo global frente a la emergencia climática, corren el riesgo de descender a un plano secundario. Y esto daría paso a un mundo mucho peor. 

Finalmente, en este regreso a la geopolítica es preciso advertir contra la trampa del realismo. Esta propuesta cada vez más extendida solo debe servir para analizar las relaciones internacionales como son y no cómo deben ser. El uso de la fuerza no puede convertirse en el primer principio de las relaciones internacionales. Está cada vez más en boga una mentalidad que predica el realismo, útil para entender cómo ha cambiado el juego global, pero muy dañino si sirve para descartar cualquier visión normativa que defienda la diplomacia, la negociación, un orden mundial basado en reglas y las organizaciones internacionales. Esta visión es profundamente equivocada: supone negar que el progreso moral exista y lleva a la parálisis y la resignación. Sobre todo, no puede ser más ajena al significado de la palabra Europa, el nombre de nuestra civilización.