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Atención a la conversación

El Periódico | | 4 minutos de lectura

Hoy vivimos inmersos en una economía de la atención, en la cual el combate de todos contra todos (empresas, partidos, escuelas, iglesias, oenegés, redes...) es, por encima de todo, un combate para conquistar nuestra atención. El auténtico poder (económico, político, social, religioso...) lo tiene quien es capaz de capturar nuestra atención. 

La economía –y la crisis– de la atención afectan directamente a nuestras conversaciones y su calidad. Vivir en una economía de la atención es relevante, biográficamente y generacionalmente, porque configurará nuestra vida: en resumidas cuentas, la vida que habremos vivido será el resultado de aquello a lo que habremos prestado atención, en un contexto donde todo el mundo conspira para capturarla. Así, quién somos (o quién acabamos siendo) es el resultado de la intersección entre aquello que capta nuestra atención y allá donde decidimos ponerla. Porque la atención no es una capacidad que nos es dada aleatoriamente ni el resultado aceptado pasivamente de nuestro temperamento: es una función de los hábitos atencionales que hemos desarrollado. Por eso, el principal reto educativo son los hábitos de la atención.

Hoy todo empuja a la fragmentación de la atención. El que nos esconde la mentira de la llamada multitarea es que nos entrenamos cotidianamente en una atención saltadora, que nos lleva demicroestímulo en microestímulo. Es fácil –y fundamentado– difamar las redes sociales por el hecho que incentivan nuestros estratos neuronales más primitivos, hasta convertirlos en una rueda donde corremos sin ir a ninguna parte, como si fuéramos nuevos hámsteres tecnológicos. Sin embargo, lo que me interesa subrayar ahora es que la atención requiere algún tipo de lentitud, porque se trata de una atención receptiva. Y que, en la medida que atención viene de tender hacia, una crisis de la atención es a la vez una crisis de la intención: una atención dispersa comporta, necesariamente, una debilidad de la voluntad. Al final, en una economía de la atención podemos ir perdiendo dos componentes esenciales de una vida vivida: el foco y la divagación. Dicho de otro modo: cada vez nos cuesta más fijarnos en nada de manera sostenida y, paradójicamente, divagar.

Se trata, pues, de trabajar y transformar nuestra capacidad de atención (personal y colectiva). Y esta transformación comporta la transformación de nuestra capacidad de escucha y de apertura. Nuestra auténtica tecnología como humanos es nuestra capacidad de abrir la mente, el corazón y la voluntad. Es decir: la capacidad de no quedar prisioneros de los patrones del pasado, la capacidad de empatía hacia los otros en contextos diferentes y la capacidad de conectar con nuestro propósito desde nuestro espacio interior. Porque, en una conversación, lo que importa no es solo de qué hablamos; lo que importa, sobre todo, es qué nos estamos diciendo y desde dónde hablamos. Que la conversación no es el resultado de nuestro esfuerzo, aunque nos podemos esforzar, sino que es el resultado de responder a una invitación y a un llamamiento: a la invitación y al llamamiento a escuchar y hablar con atención.

Cierto: no hay conversación sin escucha activa y atenta. Sin duda. Pero conversar no es solo escuchar. También es hablar, cosa que a menudo se olvida. Por lo tanto, no hay conversación sin lo que, a falta de una expresión mejor, podríamos denominar habla atenta. Escuchar con atención, sin duda, pero hablar con atención, también. Si en el escuchar es decisivo desde dónde se escucha, en el habla también es decisivo desde dónde se habla. En el habla también se hacen presentes nuestras intenciones, mociones y propósitos. Del mismo modo que escuchar no es una manera de ganar tiempo para preparar lo que queremos decir, hablar no es una oportunidad para colocar nuestros mensajes y prescripciones premeditados. Al final, que nos escuchen y dar consejos puede ser muy gratificante y una manera no muy sutil de autoafirmarnos.

No hay relaciones de calidad sin conversaciones de calidad. Recuperar la conversación y cuidar los espacios y los momentos de conversación es una necesidad para vivir humanamente, sin duda. Pero es también –ya la vez– un deber cívico. Porque una vida –personal y colectiva– sin conversaciones morirá ahogada por el ruido de las palabras.