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Cordialidad

El Correo | | 3 minutos de lectura

En medio de la intensa polarización de la campaña electoral en Estados Unidos el debate entre aspirantes a vicepresidentes sorprendió por su cordialidad. Los dos rivales se mostraron amables, escucharon al otro y hasta subrayaron los posibles acuerdos entre ellos. Antes de empezar, los dos matrimonios se saludaron y al terminar los contendientes intercambiaron algunos comentarios en tono relajado. Por supuesto, hubo despliegues dialécticos con cierta tensión, reproches y algún dardo envenenado. Pero el buen tono que presidió el debate permitió profundizar en los argumentos sobre cuáles son las mejores políticas en inmigración, política internacional o tenencia de armas de fuego.

Sin duda al aspirante republicano, J. D. Vance, le convenía presentar su lado más humano para compensar una carrera política construida desde la radicalidad. El senador de Ohio quiere ser el heredero de Donald Trump y liderar el movimiento populista que ha hecho mutar al partido republicano. Necesitaba un lavado de imagen y el debate entre vicepresidentes fue un buen primer paso. Su mayor dominio de la escena y mejor conocimiento de los asuntos tratados le dio la victoria, pero el impacto de este pequeño éxito en una campaña electoral empatada se prevé poco significativo.

En el caso del demócrata Tim Walz, su facilidad para mostrarse empático es una manera de disfrazar sus carencias dialécticas y la falta de profundidad en el análisis de cuestiones muy complejas. Su bonhomía sirve como escudo ante declaraciones contradictorias sobre su pasado como soldado o profesor en China. Walz ha construido su carrera a base de cercanía, aunque no le gusta nada que le contradigan. En el debate evitó cualquier aspereza y superó los nervios iniciales hasta encontrarse cómodo en el estrado.

Sea cual sea la verdadera razón de la cordialidad demostrada por ambos rivales, la política en los países occidentales debería volver por estos cauces y centrarse en la persuasión, la negociación y los pactos. Sufrimos una polarización destructiva, que lleva a ganar las elecciones desde la movilización de los convencidos, un tribalismo en el que los que piensan distinto solo pueden ser derrotados y expulsados del poder. Estar dispuestos a cambiar de opinión es visto como una traición en vez de ser la base del diálogo democrático. La política se ha inundado de principios innegociables y no hay verdades penúltimas sobre las que llegar a acuerdos.

Nos convendría escuchar a Michael Ignatieff, que hace poco recordaba que «la democracia se basa en trabajar con los que estás en desacuerdo: los rivales no son tus enemigos y no son enemigos de la democracia».