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¿Por qué deseamos ser evaluados? Meritocracia en crisis

Cinco Días | | 7 minutos de lectura

Hay más luz cuando alguien habla”. Estas palabras formaron parte de una conferencia que impartió Freud en 1917 para explicar lo que motiva la angustia y el complejo de inferioridad. En concreto, el doctor vienés se estaba refiriendo a la justificación de un niño que se consolaba con oír la voz de su tía en la habitación de al lado para contener el metafórico miedo a la oscuridad, en realidad, la separación temporal de su madre. Lo que ahí se transluce es un mecanismo de estabilidad de la conciencia para hacer frente a los peligros de la vida, al terror de lo que implica distanciarse de los rostros familiares y amados de los progenitores. Por consiguiente, un sistema de defensa que evoluciona desde la niñez hasta la edad adulta, transformándose en fobias y obsesiones, es decir, en un prolongado acto de crear objetos de pánico y de goce.

En consonancia con este proceso mental que determina la homeóstasis del organismo, el hecho de recibir o someterse a una evaluación, sea esta académica, laboral, moral o afectiva, deseada o temida, quedaría encajada como un fenómeno fundacional del yo, heredero a su vez de aquella angustia infantil realista, y siendo capaz de inhibir o suscitar una neurosis en una persona, colectivo o sociedad. La ambigüedad de todo proceso evaluativo de méritos y prestigio es manifiesta, dado que puede quedar investido como un reflejo del narcisismo egoísta de un sujeto para asegurar su adaptación al medio en el que interactúa y cumplir con su anhelo de dominarlo (el esclavo que sustituye al amo), pero también podría expresar el síntoma de una inclinación hacia infravalorarse por lo que uno no tiene o le falta (el desprecio del amo por el esclavo).

La evaluación mueve el mundo, en opinión de muchos, puesto que se halla en el corazón de la actividad económica. Es la base de la ideología de las relaciones contractuales y bajo su prisma se podría afirmar que el derecho y el deber de evaluar (como electores y consumidores) es lo que produce que las democracias avancen: la valoración del rendimiento de Gobiernos y empresas, de los políticos, profesionales del sector privado y funcionarios públicos, se convierte en el epicentro del cambio cultural de instituciones y organizaciones. La esperanza de la evaluación reside en creer que solucionará los problemas, pero la historia ha demostrado que no hay garantía de que los resuelva, de la misma forma que no todo es evaluable y, más aún, que a veces su sola presencia abre una hiancia perversa entre los diferentes estratos sociales.

El filósofo Jean-Claude Milner utiliza la noción de Estado estratega (EE) para recordar que la evaluación tiene su origen en esta doctrina y no en el mercado. Este EE conjuga el ideal de servicio público con las leyes del capital. De él surge una mentalidad colectiva para que los altos funcionarios puedan optar por la carta del bien comunitario cuando conviene, y en otras por la de la transacción estratégica. Así se implantó un cifrado de lo que regula la meritocracia: un orden de opuestos que se atraen y repelen por momentos. En uno de los extremos emerge una sociedad simbolizada como una selva ultracompetitiva o el caos. En el otro, una sociedad sentida por sus integrantes como una red de solidaridad. Por estas razones, el mensaje “salvar a la sociedad” se equiparó durante décadas con implantar la meritocracia a través de la evaluación. Esta consigna de salva societate, sin embargo, se ha traducido en el posmoderno eufemismo de “dejar morir y hacer vivir” profetizado por Michel Foucault o, dicho con otras palabras, el deslizamiento del siempre efectivo “pan y circo” a una escala existencial. Desde esta lógica, quienes se prestan a ser evaluados serían los que “viven”, mientras que los que se resisten al juicio pasarían a ser los que “mueren”. ¡Despierten! Una buena evaluación no solo salva a la sociedad, sino que salva la vida del sujeto, y hay que dejar claro que el sujeto no es un individuo aislado, representa a toda la civilización. Este es el germen del malestar.

El crítico David Brooks, en su último artículo en The Atlantic, ha reflexionado a fondo sobre el resentimiento acumulado de muchos estadounidenses por no haber logrado sufragarse un título universitario de pedigrí. La meritocracia ha sido crujida definitivamente por el trumpismo y su aplastante victoria electoral, pero la autopsia demuestra que el paciente caminaba muerto desde hacía tiempo. Durante el pasado siglo, la evaluación asumió la misión de configurar un colectivo legitimado para salvaguardar el destino de la nación, reservado para los titulados superiores de las universidades más prestigiosas. De ahí surgieron efectos secundarios que se resumen en que fue autorizada una progresiva eliminación política de todos aquellos que, por sus carencias de renta o cognitivas, no obtuvieran ese salvoconducto al ascensor social. 

Esta eugenesia del rendimiento ha conllevado que grandes segmentos de la población estadounidense, hartos de conformarse con su fatalidad, hayan gestado una acusada frustración combinada con un sentimiento de inferioridad. Nadie se debería extrañar del resultado. Esta ecuación regresiva la ha sabido explotar el populismo para convencerlos de que renieguen de la importancia de la razón, el arte, la ciencia y el universalismo. Una creencia tan destructiva se traduce en una desconfianza radical hacia los sistemas de evaluación por parte de las clases trabajadoras, incluida la clase media, lo que ha traído otra paradoja: tal reluctancia no ha dado lugar a una demanda de modelos más igualitarios y empáticos para las mayorías, incluidos los menos dotados y más desfavorecidos en términos materiales. Al contrario, solamente ha justificado la ira y el deseo de purgar la sociedad, arrancando del jardín a las florecillas elitistas y dejando que crezcan únicamente los humildes patriotas, aunque queden ignorantes.

¿La evaluación representa otro problema irresoluble? Deberíamos aprender de los errores del otro lado del Atlántico para no repetirlos. Esto significaría el entendimiento de dos premisas. La primera, la urgencia de implantar sistemas que ayuden a que cada persona sepa identificarse, nutrir y perseguir la pasión dominante de su alma. Tal ambición desbordaría el cifrado estadístico de la inteligencia y la productividad, aproximándonos a la trascendencia. ¿Se puede evaluar esta? Habría que computar las contradicciones inherentes a cada persona, incluido lo que escapa a la comprensión. Nótese que si nos quedamos en el territorio de lo tangible sería como conformarse con ver por un solo ojo, mientras el de los intangibles permanece desaprovechado en una débil nebulosa de subjetividad.

La segunda premisa conecta con Jacques Lacan. Cuando educamos a un niño para que consienta ser evaluado durante toda la vida, estamos creando un imposible en su conciencia porque de ella nacerá un goce que irá más allá de las necesidades. Esto quiere decir que la recompensa no sería el motor del deseo, sino el disfrute de la energía invertida en el propio acto de ser evaluado sin cesar. Para entenderlo mejor, el infante se daría cuenta de que no es la comida que mastica en su boca lo que le satisface, sino el placer que obtiene de la boca.

Esta sobreexposición libidinal da lugar bien a un sadismo vuelto hacia el yo (castigarse por no alcanzar la cima o replegarse para nunca más ser evaluado), bien a otro sadismo que, como afirmación de poder, se focaliza en subordinar a otra persona. Ambos son catastróficos. Si asumimos que la economía de la libido está en el principio y final del resto de economías, la única salida con altura ética sería establecer un acuerdo de confianza recíproca entre evaluador y evaluado que partiría de algo tan simple como “elaboremos juntos un sistema válido para evaluarte a ti, como ser particular”. Esta es la última ilusión que le queda al porvenir de Occidente.