Políticas efectivas para reducir el consumo de azúcar entre los menores de edad
Jorge Galindo
30 Oct, 2021
En una frase: si queremos reducir el consumo de azúcar entre los menores, la política más prometedora no es regular la publicidad sino establecer impuestos sobre alimentos azucarados.
El Ministerio de Consumo ha planteado una nueva norma destinada a limitar la publicidad de dulces y bebidas azucaradas dirigida a menores de 16 años. La norma, que entrará en vigor en 2022, pretende alcanzar a todas las plataformas: no sólo televisión y radio, también online (apps y redes sociales incluidas).
La traducción de la propuesta al debate público se ha producido en términos de restricción de libertades. Efectivamente, el dilema central de la regulación es hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar restricciones a la autonomía a cambio de producir efectos que consideramos positivos (o evitar aquellos que vemos como negativos). En esta balanza siempre pondremos tres elementos: el tamaño del coste/beneficio obtenido, la confianza que tenemos en él, y el precio que vamos a pagar en pérdida de libertad. Lo que suele suceder es que para lograr un beneficio considerable y certero tendremos que asumir costes más altos (políticas más agresivas) y este caso no es una excepción: si el objetivo es reducir el consumo de azúcar, la vía fiscal parece mucho más eficaz que la regulación de la publicidad.
Empecemos por la confianza en los efectos esperados. La evidencia de que el consumo de productos ultraprocesados y con alto contenido en azúcar perjudicial para la salud de los niños es poco menos que abrumadora: aumenta la probabilidad de obesidad, diabetes, efectos cardiovasculares o caries. Podemos, pues, fijar esta porción del análisis.
La siguiente cuestión es cuánto efecto tiene la publicidad sobre estos patrones de consumo. Esta revisión de la literatura al respecto, compartida por Hugo Cuello, indica un aumento del riesgo relativo del 10% en elegir productos altos en azúcar, sal y grasa, así como un incremento medio del consumo calórico de 30kcal, en niños expuestos a marketing y publicidad. Ahora bien, la evidencia es aquí mucho menos clara que en los efectos sobre la salud: los intervalos de confianza para ambos valores van desde casi 0 hasta cifras que doblan a las mencionadas. Es decir: como destacaba el propio Cuello, la evidencia disponible es insuficiente y de escasa calidad, así que no podemos concluir de manera fehaciente que prohibir esta publicidad vaya a tener un efecto considerable.
Pero el precio que vamos a pagar en términos de restricción de autonomía es también bajo: la publicidad es un segmento regulado del discurso público, especialmente cuando afecta a menores de edad. A ello hay que añadir que la publicidad por regla general tiene un efecto notablemente pequeño en las decisiones individuales (al respecto recomiendo leer al científico del comportamiento Hugo Mercier y su último libro, Not Born Yesterday). Así que por un coste muy pequeño (limitar un ámbito muy específico del espacio público) vamos a obtener un beneficio incierto sobre el objetivo final, que es reducir el consumo de azúcar de los menores.
Quizás, parece, necesitemos acciones más decididas para producir mejores resultados. Algunas de ellas no requieren, aparentemente, pagar ningún coste en términos de autonomía. Por ejemplo, el aumento de información y mejora de etiquetado, ya implementado en todo el Mercado Común europeo. Aunque con eficacia probada en varios estudios, este tipo de aproximaciones tiende a funcionar peor entre niños y adolescentes.
De igual manera, cabe esperar que los esfuerzos para aumentar la disponibilidad de alimentos saludables tengan un mayor recorrido en países en los que los precios de alimentos frescos, o la distribución territorial del acceso a los mismos, es peor. En España, a diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos o el Reino Unido, la estructura urbana y comercial evita el surgimiento de ‘desiertos alimentarios’ (zonas sin acceso a comida saludable) significativos. Este problema se da, en cualquier caso, en entornos rurales, y está asociado con dinámicas de despoblación a solucionar con políticas y aproximaciones de orden distinto a las alimentarias.
Por último, y por contemplar todos los ángulos posibles antes de considerar el más drástico, la difusión de otros hábitos saludables como el ejercicio no parece suficiente para compensar los efectos negativos producidos por el consumo de azúcar y calorías en exceso.
Así que solo nos queda la opción más nítida: aumentar el precio relativo de los productos que consideramos perjudiciales. La evidencia sobre los efectos de los impuestos sobre el azúcar es cada vez mayor. También disponemos de ella en España, algo importante porque incorpora elementos contextuales: como explican Francisco De la Torre y Ángel Martínez Jorge en este policy insight sobre impuestos especiales, Cataluña estableció una tasa sobre bebidas azucaradas en 2017. El precio de las mismas subió, mientras que el consumo se redujo, aumentando el de sustitutos sin azúcares añadidos.
En una investigación citada por el insight, los economistas Judit Vall y Guillem López Casanovas encontraron una disminución del 7’7% en el consumo atribuible al impuesto, evidencia en línea con la observada en otros lugares del mundo. Ahora bien: en tanto que el aumento de precios fue menor en algunos productos, destacan los autores que en ellos no hubo efectos sobre el consumo. En este sentido, será interesante observar qué efecto va a tener (está teniendo ya) el aumento del IVA aplicado a bebidas azucaradas en comercios no hosteleros, del 10% al 21% en toda España desde este mismo año.
Hay que tener en cuenta que, como apuntan Martínez Jorge y De la Torre, es casi inevitable que un impuesto de estas características sea regresivo. En los datos compilados en el insight se aprecia cómo el consumo de este tipo de bebidas representa un porcentaje mayor de la renta para los hogares de menor ingreso.
Ahora bien, es igualmente cierto que según la evidencia disponible este segmento poblacional tiende a consumir más frecuentemente alimentos considerados como perjudiciales, de manera que el beneficio obtenido en salud (y sus derivadas económicas: gasto sanitario, bienestar, productividad) podría fácilmente llegar a compensar el esfuerzo fiscal relativamente mayor.
Efectivamente, un impuesto sobre bebidas azucaradas supondría una política más agresiva y con un precio a pagar mayor en términos de autonomía que la muy limitada restricción publicitaria propuesta por el Ministerio, pero los beneficios (siempre y cuando el impuesto esté bien diseñado y se evalúe durante la implementación) también se adivinan considerablemente mayores, lo que la convierte en la política que deberíamos estar considerando para maximizar el objetivo final de mejorar la salud de los menores de edad en España