España ha asumido un doble coste durante la pandemia: está entre los peores países de un grupo de sesenta en caída del PIB en 2020, y también está sensiblemente por encima de la media en exceso de mortalidad acumulado durante la pandemia. El trabajo acumulado en el último año permite aventurar algunas causas de este doble resultado negativo:
→ Una economía volcada a sectores particularmente vulnerables
→ Falta de reacción epidemiológica rápida y coordinada, y cálculos excesivamente optimistas en la desescalada
→ Fallo en la protección a los ancianos dependientes
Con esto, España (junto a otros países en situaciones similares) muestra que el supuesto dilema entre economía y salud se podría haber resuelto con políticas que se encaminasen a
→ Una economía más diversificada y resistente, menos dependiente de sectores altamente vulnerables formados por microempresas
→ Unos mecanismos de salud pública más autónomos de las luchas partidistas y coordinados entre sí,
→ Un sistema de protección más cuidadoso con sus puntos de vulnerabilidad
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Desde que en marzo la pandemia adquirió sus dimensiones actuales, se puso sobre la mesa un dilema para todos los decisores del mundo: aparentemente, tenían que elegir entre aprobar medidas que iban a perjudicar seriamente la marcha normal de la economía (y de la vida cotidiana) de las personas para evitar el colapso sanitario, y arriesgarse a éste a cambio de salvar el sustento de millones de personas. En España, de hecho, posiblemente el vértigo al potencial coste político de semejantes medidas retrasó notablemente la toma de decisiones. Porque la presencia de este dilema en el debate público implicaba que la valoración de la gestión de la pandemia iba a depender del coste agregado en cada una de las dos dimensiones, y de su distribución.
Con el año 2020 cerrado, previsiones más o menos comparables de las caídas de PIB per capita elaboradas a finales del mismo por el FMI, y una idea bastante aproximada del número de muertes que trajo la pandemia, este tipo de valoraciones empieza a ser posible. Por ejemplo, contraponiendo en un mismo gráfico esa caída esperada del PIB con el porcentaje de muertes en exceso en cada país durante todo el año, usando como base del cálculo la media de años anteriores.
Hay dos conclusiones inmediatas que se pueden extraer de este gráfico, que incluye los sesenta países para los que existe una cifra de exceso de mortalidad a año cerrado en 2020. La primera es que el pretendido trade-off entre salud y economía no sólo no se vislumbra, sino que la relación parece ser justamente la contraria. No podemos extraer conclusiones duras, porque la correlación observada entre muertes y pérdida del PIB no es fuerte (r<.2) y además sensible a variaciones en la muestra, los indicadores y el periodo considerado. Pero al menos sí podemos descartar que el dilema sea una simple decisión entre una pérdida de bienestar marcada por la economía y otra determinada por la covid.
Este marco, sumado a indicadores más sólidos como los trabajos de Chetty et al (2020) o Goolsbee y Syverson (2021), apuntan a que probablemente el consumo sigue la marcha del virus, más que de las normas. Chetty y su equipo observaron una caída en tiempo casi real de las transferencias hechas por tarjeta de crédito a medida que avanzaba el contagio en Nueva York sin que la relajación de restricciones supusieran una recuperación inmediata de las mismas; mientras que Goolsbee y Syverson (2021) se aprovechó de datos anonimizados provenientes de teléfonos móviles y la varianza entre fronteras estatales en EEUU para contrastar qué afectaba más a las decisiones individuales: si las normas o el contagio. Es decir: si en zonas con el mismo riesgo epidemiológico pero distintas leyes la gente variaba más o menos su comportamiento que entre zonas con misma ley pero diferentes incidencias de la covid. Observaron que era el virus, más que la norma, el que determinaba qué hacía cada uno.
De esta hipótesis se desprendería que la mejor política económica es también la mejor política epidemiológica, y viceversa: que las autoridades no deben plantearse un dilema entre salud y consumo sino evitar llegar a ese punto, cortando cadenas de contagio, protegiendo a la población con medidas más quirúrgicas, precisas y eficientes destinadas a conseguir un resultado similar al de Noruega, Dinamarca, Finlandia o Uruguay.
España queda en el cuadrante contrario: en el peor de los dos mundos. No llega a los extremos de Perú, que es a la vez el país con mayor previsión de caída del PIB y más exceso de muertes per capita. Pero sus resultados en ambas dimensiones son más negativos que los de Reino Unido, Francia, Grecia o incluso Italia, que sufrió un shock epidémico aún más temprano que el español.
Sin ánimo de que sea completa, sí se puede aventurar una lista de factores que están detrás de este resultado. Cada uno de ellos apunta a un camino de reforma necesaria.
Una economía formada por sectores vulnerables. En el plano material, la producción y el consumo españoles están volcados con particular intensidad a sectores altamente afectados en una pandemia: hostelería en general y turismo en particular, articulado en microempresas entre las que es fácil que un problema de liquidez se transforme en uno de solvencia en poco tiempo. Esto explicaría la brecha que existe entre el punto de caída del PIB “esperado” para España y el previsto por el FMI o el resultado final (que está por ahora algo más arriba, en el 11%). Esa distancia está explicada en no poca medida por lo frágil de nuestra dinámica económica a shocks como este. La potencia de los Fondos de Recuperación que vienen de Bruselas precisamente con motivo de la crisis resultante por la pandemia debería enfocarse con una precisión máxima a reducir esta brecha, realizando inversiones que vayan más allá del estímulo inmediato (“mindless stimulus” como lo llamó la economista Mariana Mazzucatto) y se enfoque en la creación de valor sostenible y resiliente a largo plazo.
Falta de reacción epidemiológica rápida y coordinada. Entrando en la dimensión sanitaria, España amplió su poder de pruebas y rastreo de casos, pero lo hizo mucho después del desborde que supuso la primera ola. A ella se enfrentó con la perspectiva errada de que no haría falta un despliegue epidemiológico masivo. También se demoró (en línea con otros países, e incluso con organismos internacionales) en la adopción de la mascarilla como protección de primera línea, ignorando el principio de precaución que determina que si el coste de una medida es conocido e insignificante y su beneficio es incierto pero potencialmente elevado, lo lógico es adoptarla cuanto antes mientras se confirma su efectividad. Estas y otras lentitudes en la adopción de medidas tienen que ver con un sistema de decisión en salud pública cuyo principal rasgo, más que la descentralización, es la descoordinación, atravesado por el partidismo y las brechas territoriales.
Cálculos excesivamente optimistas en la desescalada. La misma lógica atravesó la desescalada, cuando el Gobierno central dejó de tener competencias de emergencia y las devolvió poco a poco a las autonomías. El problema no fue inherente a la descentralización, sino a la dimensión partidista que ésta adquiere en España. Esto se sumó a la demora en capacidades epidemiológicas para producir una ilusión colectiva de falsa seguridad que desembocó en uno de los rebrotes más tempranos de Occidente, lo cual facilitó la acumulación de casos y muertes desde más pronto.
Los dos puntos anteriores indican la necesidad de reconsiderar profundamente el sistema de salud pública en España para producir un mecanismo más coordinado, ágil y eficaz en la toma de decisiones y ejecución epidemiológica.
Fallo en la protección a los ancianos dependientes. Una mayoría de las muertes en la primera ola del virus se produjo entre personas en residencias. La suerte jugó en contra de España, cierto es, pero no lo es menos que un país con tan elevado envejecimiento poblacional debería diseñar su red de protección de manera que evite en la medida de lo posible los efectos de una chispa de contagio. Igual que España es consciente de que enfrenta un riesgo de incendios mayor al de sus vecinos por el clima y su política pública es acorde a este rasgo, el sistema de dependencia debería reconsiderarse para minimizar la probabilidad de que algo como esto vuelva a suceder temprano o tarde.
Con una economía más diversificada y resistente, unos mecanismos de salud pública más autónomos y coordinados, y un sistema de protección más cuidadoso con sus espacios de vulnerabilidad, es muy posible que España se encontrase en un cuadrante distinto al que ocupa. La política pública a medio plazo podría utilizar este objetivo como una de sus brújulas, porque prepararse para la próxima pandemia (o para lo que queda de esta) es una excusa tan buena como otra cualquiera para prepararse ante la incertidumbre.
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Chetty, R.; Friedman, J.; Hendren, N.; Stepner, M.; The Opportunity Insights Team (2020). “The Economic Impacts of COVID-19: Evidence from a New Public Database Built Using Private Sector Data”.
Goolsbee, A.; Syverson, C. (2020). “Fear, lockdown, and diversion: Comparing drivers of pandemic economic decline 2020”. Journal of Public Economics, Volume 193, January 2021, 104311